Dichoso mes que comienza con los Santos y acaba con San Andrés.
El primero de noviembre se conmemora la Fiesta de todos los Santos. El día dos, los fieles difuntos. Muchas veces estas dos fiestas se han celebrado más en el cementerio que en las iglesias, aunque no hay que olvidar que allí se encuentran nuestros santos: padres, maridos, esposas, hermanos, que nos precedieron en la fe y nos esperan junto a Dios, hasta el día que nos reunamos con ellos.
En nuestro pueblo desde tiempos muy antiguos, la fiesta se centraba la víspera del día de los finados, con toque continuado de campanas durante toda la noche. El cementerio estaba iluminado con la luz de los faroles encendidos, que las personas piadosas colocaban en la tumba de sus familiares difuntos. El día 2 de noviembre, era el sacerdote el que pasaba por las tumbas rezando el tradicional responso.
Más adelante se introdujo el rezo del Santo Rosario, y últimamente, con un sentido más litúrgico, se celebra la Eucaristía en el mismo cementerio, como acción de gracias y súplica por las almas de los que nos han dejado.
En la entrada, alrededor de una hoguera encendida, se reúnen, todavía, varias personas, esa misma noche, en señal de recuerdo y acompañamiento a sus difuntos. La luz, siempre es el símbolo de Cristo, luz del mundo.
Pero centrándonos en la fiesta que nos ocupa nos hacemos una pregunta:
¿Quiénes son los santos?
Casi siempre que hablamos de ellos nos vienen a la memoria los grandes personajes que celebramos a lo largo del año litúrgico: San Pedro, San Pablo, Santa Teresa de Jesús, San Agustín, etc. Y recordando las grandes obras realizadas por ellos, llegamos a la conclusión de que eso no es para nosotros.
Sin embargo, si leemos sus biografías, vemos que fueron hombres y mujeres como nosotros, pecadores, con grandes defectos, pero que un día se encontraron con Jesucristo en sus vidas, les llamó y le siguieron, con sencillez y determinación, poniendo sus vidas en las manos de Dios. Y Él, los fue transformando, y los hizo instrumentos útiles en sus manos.
Cuando creemos que eso de ser santos es para los demás, para los que no tienen problemas, para los fuertes, para los que tienen mucho tiempo libre, hay que recordar que Jesucristo en el evangelio nos impele a todos: “Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto” (Mt 5,48). Y el evangelio es para vivirlo todos, grandes y pequeños, sanos y enfermos; ya desde ahora.
También el Concilio Vaticano II hace un llamamiento general a la santidad: “Todos los fieles cristianos, de cualquier condición y estado, fortalecidos con tantos y tan poderosos medios de salvación, son llamados por el Señor, cada uno por su camino, a la perfección de aquella santidad con la que es perfecto el mismo Padre” (Lumen gentiun 11.c)
Por tanto, todos, tú y yo podemos ser santos, desde ahora mismo, sin esperar a que cambien las circunstancias. Todo consiste en decirle a Jesús SI, quiero seguirte desde hoy. Y él llevará a cabo su obra en nosotros, cuando le demos permiso, cuando le digamos de corazón como María., su Madre: “Hágase en mí, según tu Palabra” (Lc 1,38)
Condiciones para seguir a Jesús
Si releemos la Sagrada Escritura, sobre todo el Evangelio vamos descubriendo que lo que Dios quiere de nosotros es que seamos felices, por eso nos pide que le sigamos desde nuestra condición humana: tomar la cruz cada día, siendo sencillos, dejándonos conducir por el Espíritu y abriéndonos a su gracia. Sobre todo, aceptando la salvación que Dios quiere regalarnos con un corazón sencillo y agradecido. Por tanto, no se trata tanto de hacer grandes cosas, sino de aceptar con dulzura, cada día, las propias limitaciones, como decía Santa Teresa de Lisieux .
Toda la enseñanza de Jesús se resume en las Bienaventuranzas Mt 5, 1-12. La enseñanza que de ahí se desprende para nuestra vida la podríamos resumir en:
– Ser luz y sal.
– Entregarse generosamente a todo el que nos necesita.
– Amar y perdonar siempre.
– Respetar a la persona, a cada persona, sea de cualquier nación, color o ideología
– Hablar con sinceridad, sin engaño.
– Devolver bien por mal.
– Crecer en el amor cada día.
– Orar y obrar con sencillez.
– No hacerse esclavo del dinero, buscar las cosas más importantes: El Reino de Dios.
– No juzgar. Disculpar siempre, defender al débil.
En definitiva es santo el que cumple la voluntad de Dios:”No todo el que dice ¡Señor!, ¡Señor!, entrará en el Reino de los Cielos, sino el que hace la voluntad de mi Padre celestial” (Mt 7, 21).
R. Carnicero.