El mes de noviembre, con la caída de la hoja, la llegada del frío, la lluvia y el viento, y el parón de la vida en la naturaleza, que queda dormida a la espera de “tiempos mejores”, nos trae también el recuerdo de nuestra propia caducidad, del ciclo de nuestra vida, que después de un puñado de años más o menos abultado, termina en la desaparición, la muerte.

La tristeza de los días grises, donde la noche y las tinieblas ganan terreno a la luz y la alegría, nos encoge el corazón y nubla la esperanza. Nos encerramos más en casa, nos ensimismamos en nosotros mismos, y nos inunda la nostalgia. El recuerdo de los seres queridos que se han ido es lo único que llena de ternura y gratos recuerdos este tiempo y estos días.

No todo es negativo, sin embargo. Los agricultores volverán a sembrar los campos roturados, y a podar las viñas deshojadas, con la segura esperanza de que aquella semilla germinará, y aunque los hielos le obliguen a aferrarse a la tierra, cuando vuelva de nuevo la luz y el calor, espigará en cosecha generosa. Con la certeza contrastada de que las mismas viñas brotarán de nuevo por esos pulgares y  yemas que ahora se eligen con cariño para que nos proporcionen dentro de unos meses los sarmientos y racimos que alegren nuestros campos.

Y nos pasa igual con nuestra vida. Puede que haya quienes crean que no hay más que lo que vemos, aquello que podemos contar, medir y pesar. Y lo que la experiencia nos cuenta es que a todos atrapa la muerte, y nadie escapa de sus garras. Porque nadie ha sobrevivido para contarlo. No les queda más que el carpe diem, comamos y bebamos, y si no se puede comer, beber y divertir, por la razón que sea, la desesperación y la angustia.

Pero para los creyentes la situación es muy distinta. Porque nuestra fe, bien fundada en la Palabra Revelada, en la experiencia de tantos creyentes a lo largo de muchos siglos, y sobre todo en la confianza en aquel Dios Padre que nos ama, nos dice que la vida no termina en el sepulcro, sino que más allá de la muerte, está la VIDA.

Hace ya mucho tiempo que los creyentes llegaron a la conclusión de que Dios no podía fracasar en su proyecto de felicidad para el hombre, a pesar de nuestros desplantes y nuestro pecado. Que Dios no podía dejar dominar por la muerte a quien había creado para la vida. Que los esbirros de la muerte no podían reír los últimos, por más que en este mundo parezca que lo dominan con su poder.

Y cuando el Hijo de Dios tomó nuestra carne y “se sometió incluso a la muerte, y una muerte de cruz” Dios lo libró de la muerte, devolviéndole a la vida, y una vida gloriosa, perenne, que inaugura ese mundo nuevo, cielo nuevo y tierra nueva que Dios soñó, y que es promesa efectiva para todos los que creemos en Él.

Por eso, estos días nos acercaremos al cementerio, y tendremos un recuerdo agradecido y una oración por nuestros difuntos. Sería inútil y ridículo, como decía el libro de los Macabeos en la Biblia, cuidar sepulturas y rezar por los familiares difuntos si no creyéramos que ellos no se han ido para siempre, sino que su ausencia es sólo una espera de la Vida y la Glorificación final. Elevemos una oración esperanzada, especialmente en estos días. Porque en algún momento también a nosotros nos llegará en momento del tránsito final, pero será no una hora triste y angustiosa, sino la ocasión gozosa de encontrarnos con el Padre amoroso, son los seres queridos que un día perdimos aquí en esta tierra, y con la VIDA en plenitud que abarca hasta la eternidad.

Damián Díaz