Apenas hemos comenzado el Adviento. Tenemos por delante cuatro semanas, que este año van a ser completas, al caer la fiesta de la Navidad en Domingo. Tiempo completo ¿para qué? Sin lugar a dudas: Para recuperar la Esperanza.

La necesitamos. Porque el presente se nos ha puesto bastante oscuro. O lo hemos puesto nosotros, y no hay manera de ponerse de acuerdo para aclarar los nubarrones que se aproximan por el futuro.

El conflicto entre Rusia y Ucrania nos ha acercado la guerra a nuestras fronteras, y aunque no lo queramos reconocer, ya nadie se siente seguro. Entretanto, una treintena más de conflictos siguen sangrando a la humanidad.

No ha sido sólo la guerra, sino que hay otros factores, que la guerra ha agravado, pero los precios han subido una barbaridad, privando de su capacidad de adquisición a grandes grupos humanos. Y, como siempre, los pobres son quienes más lo sufren. Y a los demás nos angustia el miedo y la inquietud.

Los grandes se reúnen para hablar sobre el clima y el cambio climático, y aunque no esperábamos mucho, tampoco creíamos que iban a retirarse sin llegar a ningún acuerdo sustancial.

La violencia doméstica sigue golpeando a los más débiles. Y quienes debían de poner coto a esta barbaridad están demasiado ocupados en otros asuntos, que sólo preocupan a una pequeña porción de la sociedad. Que sí que hay que ocuparse y preocuparse por las minorías. Pero que eso no puede llevar a descuidar o incluso perjudicar a grandes grupos o la mayoría de la sociedad.

En la Iglesia, en algunos países, han surgido grupos contestatarios, con mucha fuerza, que ponen en peligro la unidad del catolicismo, y desacreditan el papel del Papa como promotor de la comunión de todos los creyentes y garante de la actualidad del Evangelio.

No sigo. Porque el propósito de esta mirada a nuestro mundo y nuestra actualidad no es deprimirnos, sino darnos cuenta de cuánto necesitamos una palabra de esperanza y una luz que nos anime a continuar caminando hasta el final del túnel. Una esperanza que cada vez más nos demandan nuestros hermanos, sobre todo los descartados, los que no cuentan, los olvidados.

Y esa esperanza es justo lo que encontramos en el tiempo de Adviento que acabamos de comenzar. Una esperanza que no se sustenta en nuestras propias fuerzas sino en el Dios hecho carne. Una esperanza que, como nos recordaba Juan XXIII en su encíclica “Mater et Magistra”, nos “confiere una fuerte determinación al compromiso en campo social, infundiendo confianza en la posibilidad de construir un mundo mejor”.

No dejemos pasar la ocasión. Vivamos intensamente este tiempo de Adviento, para hacer crecer nuestra esperanza, y así cumplir con nuestra misión de ser luz y sal para el mundo, de avivar la ilusión, y poner nuestro granito de arena para que en los ánimos de todos crezca el deseo de paz, de concordia, de fraternidad, de servicio, y de ese Amor que nos viene de Dios.

Damián Díaz