Somos seres sociales. No podemos vivir aislados. Dependemos unos de otros, y mutuamente nos ayudamos, servimos y apoyamos.

Los seres humanos somos quizá los más desvalidos de todas las criaturas: necesitamos el apoyo y sostén de nuestros padres, nuestra familia, y de otros congéneres, durante muchos años, hasta que podemos independizarnos y valernos por nosotros mismos.

Pero aun así, todavía necesitamos del servicio de otras personas para desarrollar medianamente nuestras capacidades: Profesores y educadores que nos inicien en la cultura y los conocimientos de nuestro mundo y nuestra sociedad; sanitarios que cuiden de nuestra salud; fuerzas del orden que mantengan el respeto a la libertad y los derechos de los demás; técnicos, profesionales, trabajadores que construyan nuestra casa, que cultiven los campos que producen nuestros alimentos, que fabriquen o reparen los instrumentos que sirven para nuestro bienestar, o para la comunicación, los utensilios, nuestra ropa…

Podríamos rellenar hojas detallando los servicios y ayudas que recibimos cada día o a lo largo de un año de las personas que tenemos a nuestro alrededor. Nadie en su justo juicio puede decir: Yo no necesito de nadie, me basto para todo a mí mismo, soy totalmente independiente de la sociedad…

Eso no impide que haya rivalidades, envidias, o incluso zancadillas y trampas entre los que ejercen un mismo oficio o servicio: una competencia a veces sana, otras desleal. Así somos los humanos.

Pero también es muy bonito cuando quienes tienen unos mismos intereses se asocian y aúnan esfuerzos para conseguir objetivos comunes: Desde asociaciones de padres y madres que buscan el bien de sus hijos, hasta sociedades cooperativas que se unen para defender juntos el valor de sus productos, pasando por asociaciones deportivas o culturales que unen simplemente aficiones o diversiones comunes.

Pues bien, todo esto mismo se puede aplicar a nuestra fe, a la religión, o a la vida cristiana más en particular, en nuestro caso. Jesús ha venido a “reunir a los hijos de Dios dispersos”. Forma con un grupo de amigos un primer núcleo de lo que quiere que sea una gran comunidad, una gran familia, que extienda sus ramas por toda la tierra y abarque a todos los pueblos, razas, lenguas y naciones.

Los amigos de Jesús así lo entienden, y se dispersan por todo el mundo, para invitar a todos a formar parte de esta gran familia, de la que nadie pueda sentirse excluido. Y así, hasta ahora, donde nosotros nos sentimos miembros de esta familia, de esta Iglesia (asamblea) que por añadidura tiene la suerte o el privilegio de poder llamarse y sentirse hijos de Dios.

“Somos una gran familia… contigo”, ha sido el lema de estos últimos años del Día de la Iglesia Diocesana. “Somos lo que tú nos ayudas a ser”, nos repite también. Y sentimos que sin nuestra aportación a esta familia le falta algo. Y sabemos que fuera de esta familia sentimos una cierta orfandad, porque sin la compañía, el calor, en cariño y el apoyo de los hermanos nos sentimos desamparados y tristes, y que las alegrías y los gozos compartidos son mucho más intensos y vivos.

No pretendas vivir tu fe por libre, que te apagas como el tizón que se aparta de la lumbre. Siente el calor de los hermanos, participa en nuestras celebraciones, y aporta lo que llevas contigo. Porque tú también vales, y te necesitamos.

Damián Díaz